[...] No sé por qué al llegar siempre a la plazuela de la Cebada mis ideas toman una tintura singular de melancolía, de indignación y de desprecio. No quiero entrar en la cuestión tan debatida del derecho que puede tener la sociedad de mutilarse a si propia; siempre resultaría ser el derecho de la fuerza, y mientras no haya otro mejor en el mundo, ¿qué loco se atrevería a rebatir ése? Pienso sólo en la sangre inocente que ha manchado la plazuela; en la que la manchará toavía. ¡Un ser que como el hombre no puede vivir sin matar, tiene la osadía, la incomprensible vanidad de presumirse perfecto!
Un tablado se levanta en un lado de la plazuela: la tablazón desnuda manifiesta que el reo no es noble. ¿Qué quiere decir un reo noble? ¿Qué quiere decir garrote vil? Quiere decir indudablemente que no hay idea positiva ni sublime que el hombre no impregne de ridiculeces [...]
Larra a pesar de dejar
muy clara su postura, nos muestra en forma de sutiles pinceladas, no solo el
tema central y moral de condenar a muerte, sino en quién es el hombre y por qué
acepta y lleva a cabo este hecho. La muerte era para los románticos el cruel
destino, el viaje que todos sin excepción terminaríamos alcanzando. Por ello,
que la forma de morir varíe tratándose bien de un campesino o de un rey, no puede
menos que definirse de absurda. Matas, robas… y sin embargo el hecho de
pertenecer a una clase social alta te permite morir con menos dolor o con más
dignidad, mientras que el cruel destino del pobre ultrajado por la vida, que ya
nació desdichado, le acompaña este terrible sino hasta el final, provocándole una
muerte más lenta, dolorosa y a ojos de la sociedad, menos honorífica. Esta
distinción tan infantil, tan básica, es cuanto menos criticada como absurda. La
distinción social incluso en esos momentos nos hace percibir y ser conscientes
con más claridad del empeño del ser
humano por organizarnos, por jerarquizarnos, por someter, destruir y conducir a
cierto sector, que por costumbre, por leyes o como menciona anteriormente, por
la ley de la costumbre, acepta esta dominación incluso al final de sus días.
Este debate, como
tantos otros nunca encontrará descanso, al menos siempre que cada individuo
siga poseyendo una moral tan propia como sus propias experiencias. Pero una
frase clave en el fragmento seleccionado es capaz de poner fin a este
planteamiento siempre resultaría ser el derecho de
la fuerza, y mientras no haya otro mejor en el mundo, ¿qué loco se atrevería a
rebatir ése?. La vida como supervivencia, como selva en la que abrirse
paso y en la que todo vale es la que hace al hombre creerse con derecho a
dirigir, a someter y a vengar por sus propios medios. Sin duda una existencia
que a los románticos hacía ver la muerte también desde otro punto de vista,
como libertad o descanso de un mundo atroz.
Ana García Romero
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